Oda a Shabat #191
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Queridos odistas,
Hoy vas a descubrir qué es shabat para mí. Me proporciona dos cosas esenciales: una es tiempo para contemplar y la otra, distancia de las exigencias cotidianas. Es el silencio que te obliga a volver a lo anterior para encontrar su significado. En alguna parte leí que seis días de la semana intentamos dominar el mundo, pero en el séptimo, intentamos dominarnos a nosotros mismos.
Cada siete días tengo un tiempo de conexión y de paz, sé que el mundo seguirá adelante a pesar de que yo me abstenga de trabajar y de crear. Lo mejor de todo, es que funciona.
Muchos me preguntan en qué lo observo. ¿Por qué ya no soy la misma de antes, la del colegio, la de la universidad. ¿Qué me pasó?
Es el tiempo para contemplar y una pausa real del mundo. Uno que me exige todo el tiempo estar produciendo, corriendo, respondiendo; un silencio distinto que no se llena con música ni con notificaciones, solo con sentido. No es solo un día de descanso, es una frontera sagrada en el tiempo, tal como lo establece la ley judía: desde que cae el sol el viernes hasta que asoman tres estrellas el sábado, el mundo se apaga un poco para que yo pueda encenderme por dentro. Descansamos porque D-os descansó, sí, pero también porque necesitamos recordar que somos más que lo que producimos. Que hay algo divino en no hacer, emulamos ese gesto divino.
Hoy te quiero contar lo que es shabat para mí, no para convencerte, sino para compartir la magia.
¿Por qué nace este Oda?
Escribo esta Oda porque, sin shabat, no sería quien soy. La chispa fue un boletín de Cristina Garay «Lo que mi perro me enseñó» donde hablaba del détox digital. También fue un mensaje de mi amiga patiperra Luz Rodríguez, quien ahora está en China, que me pidió que le contara más sobre este día que tanto me transforma.
Shabat es mi refugio
En un mundo que corre sin parar, donde el trabajo se cuela hasta en la almohada, es algo así como una rebelión suave, silenciosa, también un recordatorio de que puedo habitar el tiempo, no solo gastarlo. Joseph Stalin llamó a la semana continua, sin descanso, según él, así debíamos vivir.
Algunos lo practican más rigurosamente que yo, aunque estoy más cerca de la observancia que del desapego. En la Torá se dice que es un pacto eterno entre D-os y el pueblo judío. Que esté D-os en esto importa, le da a todo un significado único porque me recuerda que no soy el centro del universo. Que hay algo más grande y que, por un instante, puedo saborear una pizca del mundo venidero. Así de delicioso es.
Se deben estar preguntando ¿para o por qué tanta restricción?
Cuando los judíos atravesábamos el desierto, se instituyeron 39 labores prohibidas para el día de descanso. Son las melajot, las actividades necesarias para construir el tabernáculo, ese templo móvil que nos acompañaba en el camino. Desde entonces, esas 39 acciones están vetadas en shabat. No porque sean malas, sino porque representan el hacer. Y shabat, justamente, nos invita a lo contrario: a dejar de construir afuera para empezar a habitar adentro.
Algunas de esas prohibiciones pueden sonar extrañas a primera vista, pero todas responden a una misma idea: no intervenir, no transformar, no crear.
- No puedo encender ni apagar nada eléctrico, porque hacerlo sería alterar el estado de las cosas.
- En shabat, todo debe permanecer como es. Por eso no prendo luces, ni el motor del auto, ni siquiera un fósforo.
- Tampoco puedo crear nada nuevo: no escribo, no tejo, no pinto.
- No se puede sembrar, cosechar o regar. Es un descanso para mí, sí, pero también para la tierra.
- No cocino: si va a haber pollo asado el sábado, lo dejo preparado el viernes.
- No puedo vender ni abrir un negocio.
- Y si fumara, tendría que abstenerme.
- Tampoco hago deporte. Caminar sí, claro, pero no correr, ni jugar tenis o paddle.
- Ni siquiera puedo ducharme si eso implica encender el calefón.
Entonces ¿qué hago todo el día?
Al principio, cuando empecé a observarlo, lo hacía de una forma muy distinta a la actual.
Con el tiempo fue tomando forma, profundidad, sentido. Si bien no lo respeto al cien por ciento, para algunos ya soy shomer shabat, alguien que guarda el shabat. No lo hago perfecto, pero lo hago con intención.
El viernes, dieciocho minutos antes de que se oculte el sol, enciendo seis velas: una por cada uno de mis hijos, una por mi marido y una por mí. Este es un momento íntimo, silencioso, de conexión con D-os y con todo lo que me importa. Le doy la bienvenida, con una bendición establecida y otra más personal. En este acto simbólico demuestro que cada segundo de la vida tiene trascendencia y que algo mundano como encender una mecha puede alcanzar niveles muy altos.
También voy a la sinagoga, al servicio de Kabalat Shabat, que significa justamente eso: recibir el shabat. Cantamos, escuchamos palabras del rabino y luego regreso a casa. Todo está listo, la cena es una muy especial, con un mantel blanco, saco mi mejor vajilla, las copas lindas. Casi siempre hay invitados. Mi marido bendice el vino y las jalot que son los dos panes trenzados, cantamos y comemos, en calma. Mis marido y mis hijos suelen darme las gracias por cosas pequeñas: un pastel, una llamada, una ropa que les compré. Es difícil estar presente cuando los hijos crecen, qué distinto era cuando eran chicos.

Algunos sábados en la mañana regreso a la sinagoga, pero la verdad, que la mayoría me quedo en casa y descanso, leo mucho. Estoy completamente desconectada: sin teléfono, sin televisión, sin computador. Cuando mis hijos eran chicos, jugábamos juegos de mesa y hoy, naipes, Bendecimos otra vez la jalá y el vino, almorzamos comida deliciosa y en la tarde duermo una siesta larga y sigo leyendo.

¿Me aburro?
Hay momentos que se me pasa volando, por ejemplo, si estoy muy cansada o tenemos invitados. Pero en verano confieso que las últimas horas me pesan. Empieza a asomar la ansiedad por volver al “otro mundo”. Aún así, cuando enciendo el teléfono lo hago con sentimientos encontrados: parte de mí quiere volver y otra, no.
¿Por qué lo hago si antes no lo hacía?
No tengo una respuesta exacta, sé que hay algo más grande que yo que me llama a detenerme y a separar un día del resto. En Israel, la semana entera gira en torno a shabat, porque el país deja de funcionar en gran parte el viernes en la tarde y todo vuelve a abrir el sábado en la noche. El domingo es día hábil, equivale a nuestro lunes. Mi semana gira en torno a é porque ya el martes planifico el menú, jueves y viernes cocino, una mezcla de aromas y sabores inunda cada rincón de mi casa. También preparo la jalá, el pan trenzado. La mesa la ponen mis hijos idealmente antes que encienda la velas.
Shabat también es igualdad
Para Séneca, shabat era un absurdo: perder una séptima parte de la vida en inactividad. Pero en realidad, fue una idea revolucionaria: todas las criaturas tienen derecho a descansar. Es pensar que todos somos iguales, ricos, pobres, inteligentes y tontos, empleados y desempleados, todos tenemos derecho a shabat. En un mundo que exige tanto, nos recuerda que todas las criaturas tienen derecho a detenerse. Todos.
Shabat es pura conexión con lo que más amo
Es también confiar que todo estará bien a pesar de que yo no me involucre directamente en el mundo. Mientras más lo práctico, más fácil sale, pero obvio, hay momentos que se hace difícil, ahí está la prueba.
Mis momentos
Fui feliz: Con mis amigas en la playa despidiendo a nuestra querida Claudia.
Algo que aprendí: Que las brochas de los pinceles de maquillaje, solo hasta hace unos años, no eran sintéticos.
Estoy agradecida: De que se me están llenando los cupos para mis talleres de lectura.
Te invito a escuchar la entrevista a Mariana Travacio.:
Lee. Escribe. Crea con shabat.
Karen.
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