Llevo varias noches durmiendo mal. Son los nervios. En pocas horas más parto a Minneapolis a correr mi cuarta maratón. Han sido meses de preparación, de correr muchos kilómetros al alba, cuando aún está oscuro y frío. Lunes, martes, miércoles, viernes y domingo. Diez kilómetros por día, menos los viernes que es el largo, entre 20 y 30.
Comencé con este entrenamiento a comienzos de junio, incluso un poco antes. La noche anterior dejaba lista la ropa. Así, al despertarme no tenía que tomar ninguna decisión, pensar lo menos posible. Porque siempre existe el riesgo del arrepentirse, la tentación de regresar a la cama. Mientras más mecánicas sean la decisiones matutinas, mejor. Es el arte de dejar el menor espacio a la incertidumbre. Para que la preparación sea exitosa se requiere un sinnúmero de variables, pero principalmente mucha fuerza mental, de voluntad y un deseo enorme de cumplir la meta. Hoy me cuesta creer que corrí esa cantidad de kilómetros, a veces más de 60 a la semana, con temperaturas en cero grados. Otras, con lluvia. A oscuras, como si fuera plena noche.
La primera maratón fue la de Chicago en el 2015. Cuando partí el sol todavía no calentaba, pero la corrí tan lento que terminé cerca de la hora de almuerzo. Me costó muchísimo. Mi mente y mi cuerpo estaban completamente disociados, como si mi persona estuviera dividida en dos. Un año más tarde vino Nueva York. Una experiencia distinta. El ambiente es muy distendido, una fiesta constante. El año pasado me repetí el plato. Fue la segunda vez de Nueva York. Hasta el kilómetro 35 iba muy bien. Pero ya pasada la 1 Avenida un cansancio enorme se empezó a apoderar de mí, pensaba que no iba a terminar, la lluvia se intensificó. Terminé tan solo dos minutos antes que el año anterior.
Me habría gustado mejorar mucho más.
Antes de iniciar la carrera eres pura concentración, adrenalina. Es como un niño que se apronta para su cumpleaños. Los corredores más avezados son los primeros que salen. Yo, por ende, al final. Intento moverme, avisarle al cuerpo que estamos por partir, que por fin el viaje hacia los 42 kilómetros va a comenzar. Es clave comenzar despacio, a un ritmo pausado, eso define cómo te vas a sentir después del kilómetro 30. De eso depende -y de cómo te hayas alimentado e hidratado los días previos- el rendimiento y cuán intensa es la “muralla” que te impide pensar. Tu energía literalmente se evapora. El cerebro cree que ya no puede más, te dice que te detengas, el cuerpo también. La gente te vitorea, ¡vamos, no queda nada! Sin entender cómo ni porqué, continuas. No puedes pensar un pensamiento coherente, la cabeza está anestesiada, el cuerpo apenas te responde, divisas la meta, está lejos y tan cerca, hace frío, siempre frío, solo en Chicago un calor endemoniado. Estoy en el Central Park, llueve fuerte, unos doscientos metros, se ve la meta, una subida, otra vuelta, más gritos, oscurece, es invierno.
Cruzo la meta.
Me apoyo a un costado, no doy más, lo hice, lento, peor de lo que quería, pero la crucé.
Este domingo espero lograrlo otra vez. Ojalá en mejores condiciones que las previas.
No conozco Minnesota. El recorrido es alrededor de siete lagos, el Cedar Lake, el Harriet, bosques, aire puro. Ojalá no llueva. Pero sobre todo espero disfrutar el recorrido, fijarme en esos detalles que hacen la vida hermosa, las hojas que dan la bienvenida al otoño, las aguas que bailan con la brisa.
Mis piernas me respondan como fieles lacayos.