Escribo mientras el sol ilumina por fin Santiago. Ya no hay lluvia ni granizos. Hace pocas horas regresé de Nueva York y me cuesta creer lo rápido e intensos que fueron los últimos siete días. Justamente hace una semana escribí la última entrada al blog, ad portas de subirme al avión. Y esta mañana de jueves regresé a casa. Allá un frío enorme, hoy nieva. Aquí, en Santiago, un calor propio de noviembre.
Un tema recurrente en la literatura es el viaje. Ya desde La Ilíada se inicia toda una corriente que desarrolla las experiencias del viaje. Recordemos a Marco Polo con sus diarios, Paul Theroux, Hemingway y podría seguir. Para mí, es un arte que requiere de mucha concentración y detalle; llevar un cuaderno de viaje puede ser agotador en ocasiones. Lo he intentado y tengo guardados varios, pero me da pudor releerlos. Además, no sé qué podría rescatar que sea interesante para el lector.
Justamente este domingo en el New York Times apareció una nota firmada por el editor de revistas de viaje en que postulaba que lo que hoy se busca en los artículos de viaje es muy distinto a diez años atrás. No sólo por las redes sociales, sino por la masificación de ir a lugares remotos, de dormir ya no solo en hoteles sino en casa de locales gracias al sistema de Airbnb. En el pasado era muy difícil o sumamente caro, hoy, es común. Entonces ¿Para qué sirven las crónicas de viaje? Nos dan una visión diferente, como postula el editor de NYT, más local, más particular. Hoy es menester que el autor tenga un vínculo estrecho con el lugar, una mirada única, de cómo se vive en los vecindarios, dónde compran el pan y se juntan a beber vino los que son de ahí.
El viajero hoy quiere sentirse especial, pretender que ya no es turista. Pero es inevitable. Lo somos a pesar de ese anhelo, de ese sueño de pertenecer a lo ajeno.
Eso intenté hacer en Nueva York. Caminé muchísimo, anduve en metro, en bus, Uber y taxi. Fui a vecindarios que nunca había estado, comí en lugares que no son turísticos. Fue una mezcla de turismo y de curiosidad. Me convertí en flaneur -figura literaria que se creó a fines del siglo XIX, camina sin rumbo por la ciudad- guardando las proporciones. Iba con mi cuaderno y lápiz, tomé notas, saqué fotos, me subí al bus y al tiempo me bajé. El barrio por el que iba me intimidó.
Estuve en la New York Society Library. que se fundó en 1754, la más antigua de Nueva York. Llegué allí por casualidad, esa tarde, caminaba sin rumbo. Es un edificio antiguo donde solo se puede ingresar al segundo piso, si eres socio. A pesar de no serlo, me aventuré. Subí la enorme escalera de mármol con forma de caracol, abrí la puerta y sentí que me había traslado a otro siglo, a otra era, otro mundo, lejos de la tremenda urbe. Me senté en un pequeño escritorio al lado de la ventana iluminado por esas lámparas verdes típicas de librería. Estuve horas allí, por suerte nadie me preguntó si era socia. Silencio total, en su mayoría personas mayores que leían libros, diarios, revistas. Otros revisaban artículos. Algunos escribían. Está prohibido el celular y los computadores. Se iba oscureciendo, pero allí nada de eso importaba, ni el frío ni que la tarde se había convertido en noche.
Estas experiencias de querer conocer, me han conectado con la periodista que llevo dentro, con esa que se interesa por el entorno y su gente. ¿Lo más turístico que hice? Fui a la ONU y me inscribí en un tour. Pues Olivia trabaja allí.
¿Qué es lo que más te gusta de viajar?